Hoy he hecho algo que me ha costado más que muchas decisiones difíciles de mi vida (y eso que he tomado unas cuantas).
He vuelto a ser abogada.
Sí, esa palabra que suena a toga, a despacho y a café frío encima de un expediente.
Pero también soy API. Personal shopper. Emprendedora digital. Y madre de dos hijos que me han enseñado más que cualquier máster.
Durante un tiempo, colgué la toga. Me fui a vivir la vida. Literalmente.
Porque la salud —la de alguien que amo con todo— me pegó un grito en la oreja y me recordó que sin ella no hay nada. Ni clientes, ni ventas, ni sueños. Nada.
Así que paré.
Y empezar de cero no fue un acto de valentía. Fue amor. Y punto.
No me interesa ser la más rica del cementerio. Prefiero ser la que más abrazos colecciona, la que se ríe más fuerte y la que puede mirar a sus hijos a los ojos sin culpa.
Y ahora, con más arrugas y más callo (en la piel y en el alma), vuelvo al Derecho. Pero no a lo loco. A lo consciente. A lo que importa.
Derecho inmobiliario. Desde lo vivido. Desde lo real. Desde el dolor y la empatía. No desde la teoría de manual, sino desde las batallas reales de quien ha firmado, vendido, comprado… y llorado por un mal contrato.
¿Creo en la justicia? No siempre. Pero sí creo en el poder de tener a alguien que te escuche. Que te defienda.
Que no te hable en jerga, sino en un idioma que entiendas. El tuyo.
Vuelvo. Pero sin prisas. Porque las heridas se cierran, sí. Pero no olvidan. Y hay que caminar con respeto por donde una se rompió.
Esto no es un regreso a medias. Es un comienzo con propósito.
Y sí, da vértigo.
Ah, y que se preparen los cuñados del mundo…
porque esta vez no vengo a preguntarles nada.